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El diario personal es un subgénero de la biografía y en concreto de la autobiografía. Se trata de un libro, inicialmente en blanco, donde se escriben textos fragmentarios ordenados por fechas destinados a una lectura posterior y privada de quien lo confecciona. Si se trata de un diario íntimo, se escriben meditaciones o hechos pasados recientemente que afectan al autor, derivando a veces a profundas exploraciones de la mente; también pueden plantearse como un lugar donde expresar o desahogar los sentimientos. Algunos diarios personales han salido después a la luz y se han publicado pasando del ámbito de lo privado a lo público. Esto ha sido así, por ejemplo, en el Diario de Ana Frank. En otras ocasiones, el autor de una novela elige la forma de Diario personal para darle al texto mayor veracidad. Esta es la estructura que adoptan novelas tan famosas como: Frankenstein, de Mary Shelley y Drácula, de Bram Stoker.
Ahora están proliferando los blogs, que son publicaciones en internet que adoptan la forma de diario, ordenados por fechas. En ellas el autor expresa sus vivencias y sentimientos y, frecuentemente, comenta noticias de actualidad. La diferencia con el diario tradicional es que los blogs exceden el ámbito íntimo y ya nacen con el propósito de ser leídos, con lo que tienen un carácter exhibicionista que no estaba presente en los diarios tradicionales en papel.
Algunos blogs:
Algunas novelas que adoptan la forma de autobiografías siguen también el modelo del diario aunque no lo hagan escribiendo páginas con una fecha determinada sino siguiendo un orden más vago y personal. Mira el comienzo de esta novela de Nick Hornby que tras el epígrafe ANTES… empieza así:
“Mis cinco rupturas amorosas más memorables, las que me llevarían a una isla desierta, por orden cronológico:
- Alison Ashworth
- Penny Hardwick
- Jackie Allen
- Charlie Nicholson
- Sarah Kendrew
Éstas son las únicas que realmente me dolieron. ¿Qué, Laura? ¿No está tu nombre en esa lista? ¿No lo ves? Calculo que por los pelos podrías entrar entre las diez primeras, pero está claro que para ti no hay sitio entre las primeras cinco; esos cinco lugares están reservados para ese tipo de humillaciones que de verdad te rompen el corazón, y que tú no eres capaz de producir, así de sencillo. Probablemente, esto que digo parezca más cruel de lo que en realidad quisiera, pero la verdad es que ya somos los dos demasiado mayorcitos para destrozarnos el uno al otro, y eso me parece muy positivo, así que no te tomes a la tremenda tu fracaso por no haber entrado en esa lista. Agua pasada no mueve el molino, y el pasado puede irse, por mí, con viento fresco; la infelicidad sólo era algo de veras importante en aquel entonces. Ahora no es más que una pesadez, un inconveniente parecido a tener la gripe o estar sin blanca. Si de verdad quisiste dejarme hecho polvo, tendrías que haberme conocido mucho antes.”
Y luego la novela transcurre como AHORA… Y sigue haciendo listas de Personas a las que había visto besarse antes de 1972, canciones favoritas, los cinco empleos de mis sueños, etc.
Esto mismo ocurre con Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, novela que cuenta en primera persona los hechos más significativos que le van ocurriendo a un niño y que tampoco siguen un estricto orden cronológico:
“Me llamo Manolito García Moreno, pero si tú entras a mi barrio y le preguntas al primer tío que pase:
– Oiga, por favor, ¿Manolito García Moreno?
El tío, una de dos, o se encoge de hombros o te suelta:
–Oiga, y a mí qué me cuenta
Porque por Manolito García Moreno no me conoce ni el Orejones López, que es mi mejor amigo, aunque algunas veces sea un cochino y un traidor y otras, un cochino traidor, así, todo junto y con todas sus letras, pero es mi mejor amigo y mola un pegote
En Carabanchel, que es mi barrio, por si no te lo había dicho, todo el mundo me conoce por Manolito Gafotas. Todo el mundo que me conoce, claro. Los que no me conocen no saben ni que llevo gafas desde que tenía cinco años. Ahora, que ellos se lo pierden.
Me pusieron Manolito por el camión de mi padre, y al camión le pusieron Manolito por mi padre, que se llama Manolo. A mi padre le pusieron Manolo por su padre, y así hasta el principio de los tiempos. O sea, que por si no lo sabe Steven Spielberg, el primer dinosaurio velocirraptor se llamaba Manolo, y así hasta nuestros días. Hasta el último Manolito García, que soy yo, el último mono.
Así es como me llama mi madre en algunos momentos cruciales, y no me llama así porque sea una investigadora de los orígenes de la humanidad. Me llama así cuando está a punto de soltarme alguna galleta o colleja. A mí me fastidia que me llame el último mono, y a ella le fastidia que en el barrio me llamen el Gafotas. Está visto que nos fastidian cosas distintas, aunque seamos de la misma familia.
El Imbécil es mi hermanito pequeño, el único que tengo. A mi madre no le gusta que le llame el Imbécil; no hay ningún mote que a ella le haga gracia… Me salió el primer día que nació. Me llevó mi abuelo al hospital, yo tenía cinco años; me acuerdo porque acababa de estrenar mis primeras gafas y mi vecina Luisa siempre me decía:
”Pobrecillo, con cinco años”.
– Oiga, por favor, ¿Manolito García Moreno?
El tío, una de dos, o se encoge de hombros o te suelta:
–Oiga, y a mí qué me cuenta
Porque por Manolito García Moreno no me conoce ni el Orejones López, que es mi mejor amigo, aunque algunas veces sea un cochino y un traidor y otras, un cochino traidor, así, todo junto y con todas sus letras, pero es mi mejor amigo y mola un pegote
En Carabanchel, que es mi barrio, por si no te lo había dicho, todo el mundo me conoce por Manolito Gafotas. Todo el mundo que me conoce, claro. Los que no me conocen no saben ni que llevo gafas desde que tenía cinco años. Ahora, que ellos se lo pierden.
Me pusieron Manolito por el camión de mi padre, y al camión le pusieron Manolito por mi padre, que se llama Manolo. A mi padre le pusieron Manolo por su padre, y así hasta el principio de los tiempos. O sea, que por si no lo sabe Steven Spielberg, el primer dinosaurio velocirraptor se llamaba Manolo, y así hasta nuestros días. Hasta el último Manolito García, que soy yo, el último mono.
Así es como me llama mi madre en algunos momentos cruciales, y no me llama así porque sea una investigadora de los orígenes de la humanidad. Me llama así cuando está a punto de soltarme alguna galleta o colleja. A mí me fastidia que me llame el último mono, y a ella le fastidia que en el barrio me llamen el Gafotas. Está visto que nos fastidian cosas distintas, aunque seamos de la misma familia.
El Imbécil es mi hermanito pequeño, el único que tengo. A mi madre no le gusta que le llame el Imbécil; no hay ningún mote que a ella le haga gracia… Me salió el primer día que nació. Me llevó mi abuelo al hospital, yo tenía cinco años; me acuerdo porque acababa de estrenar mis primeras gafas y mi vecina Luisa siempre me decía:
”Pobrecillo, con cinco años”.
Frankenstein, de M. Shelley, adopta la forma de diario mezclado con cartas, lo que hace que el argumento se nos vaya revelando por diversos procedimientos. Vamos a leer un fragmento:
“A pesar de que poseía la capacidad de infundir vida,
el preparar un organismo para recibirla, con las complejidades de nervios, músculos y
venas que ello entraña, seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un principio
no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí o uno de funcionamiento más
simple; pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como para que la imaginación
me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso
y complejo como el hombre. Los materiales con los que de momento contaba apenas
si parecían adecuados para empresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final.
(…)
el preparar un organismo para recibirla, con las complejidades de nervios, músculos y
venas que ello entraña, seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un principio
no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí o uno de funcionamiento más
simple; pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como para que la imaginación
me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso
y complejo como el hombre. Los materiales con los que de momento contaba apenas
si parecían adecuados para empresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final.
(…)
Tampoco podía tomar la amplitud
y complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido de
estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez de los
órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión,
hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura y
correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando los materiales, y empecé.
y complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido de
estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez de los
órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión,
hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura y
correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando los materiales, y empecé.
Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que, en el primer entusiasmo por el
éxito, me espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias
que yo rompería el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz
por nuestro tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos
seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía reclamar
tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de éstos. Prosiguiendo
estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiempo
(aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que,
aparentemente, la muerte había entregado a la corrupción.
Estos pensamientos me animaban, mientras proseguía mi trabajo con infatigable entusiasmo.
El estudio había empalidecido mi rostro, y el constante encierro me había demacrado.
A veces fracasaba al borde mismo del éxito, pero seguía aferrado a la esperanza
que podía convertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secreto del cual yo era el
único poseedor era la ilusión a la que había consagrado mi vida. La luna iluminaba mis
esfuerzos nocturnos mientras yo, con infatigable y apasionado ardor, perseguía a la naturaleza
hasta sus más íntimos arcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encubierta
tarea, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a algún
animal vivo para intentar animar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miembros con
sólo recordarlo; entonces me espoleaba un impulso irresistible y casi frenético. Parecía
haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más
que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar
el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios,
y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana.
Había instalado mi taller de inmunda creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en
una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una
galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar
los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me los proporcionaban la sala
de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido
por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.
Transcurrió el verano mientras yo seguía entregado a mi objetivo en cuerpo y alma. Fue
un verano hermosísimo; jamás habían producido los campos cosecha más abundante ni
las cepas, mayor vendimia; pero yo estaba ciego a los encantos de la naturaleza. Los
mismos sentimientos que me hicieron insensible a lo que me rodeaba me hicieron olvidar
aquellos amigos, a tantas, millas de mí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía
que mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente las palabras de mi padre: «Mientras
estés contento de ti mismo, sé que pensarás en nosotros con afecto, y sabremos de ti.
Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tu correspondencia como señal de que
también estás abandonando el resto de tus obligaciones.»
Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre debía sentir; pero me resultaba imposible
apartar mis pensamientos de la odiosa labor que se había aferrado tan irresistiblemente a
mi mente. Deseaba, por así decirlo, dejar a un lado todo lo relacionado con mis sentimientos
de cariño hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado todas mis anteriores
costumbres.”
éxito, me espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias
que yo rompería el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz
por nuestro tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos
seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía reclamar
tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de éstos. Prosiguiendo
estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiempo
(aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que,
aparentemente, la muerte había entregado a la corrupción.
Estos pensamientos me animaban, mientras proseguía mi trabajo con infatigable entusiasmo.
El estudio había empalidecido mi rostro, y el constante encierro me había demacrado.
A veces fracasaba al borde mismo del éxito, pero seguía aferrado a la esperanza
que podía convertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secreto del cual yo era el
único poseedor era la ilusión a la que había consagrado mi vida. La luna iluminaba mis
esfuerzos nocturnos mientras yo, con infatigable y apasionado ardor, perseguía a la naturaleza
hasta sus más íntimos arcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encubierta
tarea, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a algún
animal vivo para intentar animar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miembros con
sólo recordarlo; entonces me espoleaba un impulso irresistible y casi frenético. Parecía
haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más
que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar
el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios,
y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana.
Había instalado mi taller de inmunda creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en
una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una
galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar
los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me los proporcionaban la sala
de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido
por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.
Transcurrió el verano mientras yo seguía entregado a mi objetivo en cuerpo y alma. Fue
un verano hermosísimo; jamás habían producido los campos cosecha más abundante ni
las cepas, mayor vendimia; pero yo estaba ciego a los encantos de la naturaleza. Los
mismos sentimientos que me hicieron insensible a lo que me rodeaba me hicieron olvidar
aquellos amigos, a tantas, millas de mí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía
que mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente las palabras de mi padre: «Mientras
estés contento de ti mismo, sé que pensarás en nosotros con afecto, y sabremos de ti.
Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tu correspondencia como señal de que
también estás abandonando el resto de tus obligaciones.»
Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre debía sentir; pero me resultaba imposible
apartar mis pensamientos de la odiosa labor que se había aferrado tan irresistiblemente a
mi mente. Deseaba, por así decirlo, dejar a un lado todo lo relacionado con mis sentimientos
de cariño hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado todas mis anteriores
costumbres.”
Y ahora vamos a leer un fragmento de Drácula, de Bram Stoker, que, como hemos dicho, adopta la forma de diario:
“ 8 de mayo. (…) De repente sentí una mano sobre mi hombro, y oí la voz del conde que me decía: “Buenos días”. Me sobresalté, porque me asombró no haberlo visto, pues el reflejo del espejo cubría todo el espacio que quedaba a mi espalda. Con el sobresalto me corté ligeramente, pero no lo noté en el momento. Tras devolver el saludo al conde, di la vuelta al espejo para comprobar mi error. Esta vez no podía equivocarme: aquel hombre estaba a mi lado y lo veía por encima de mi hombro. ¡Pero no se reflejaba en mi espejo!(…) Dejé la cuchilla al tiempo que me daba media vuelta para buscar esparadrapo. Al ver mi cara, los ojos del conde refulgieron con una especie de furor demoníaco, y me agarró bruscamente por el cuello. Yo me aparté, y su mano tropezó con el rosario del que cuelga el crucifijo. Aquello provocó un cambio instantáneo en él, porque el furor desapareció con tanta rapidez, que apenas pude creer que se hubiera producido”
Ahora tú. Inicia un diario personal y presenta qué contenido te apetecería darle, qué cosas te sería agradable contar, qué desahogos… Me lo puedes entregar en papel o mandarlo a mi correo. Pero no te olvides, tienes una semana a partir de hoy para hacerlo
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